Chez Wong no es un restaurant, es la casa de Javier Wong. Una casa como tantas otras, en un barrio de Lima. En sus fogones cocina sólo Wong, que se afirma en cada movimiento como jefe de sí mismo. Javier Wong no es un chef en el sentido usual. Desde hace alrededor de 35 años cocina sólo él. Sus ayudantes se dedican a limpiar, cambiar tablas, servir las mesas, atender el teléfono y abrir la puerta para recibir a los clientes. No hay órdenes impartidas a gritos, a penas unos cruces de miradas y pocas palabras.
Uno no va a Chez Wong esperando encontrar un ambiente de diseño, va para comer. Al llegar uno se encuentra con Javier Wong, sus hermosos lenguados gigantes, sus cuchillos y, como por arte de magia, delante de sus ojos y en unos pocos segundos, todo se fusiona en un cebiche inolvidable. Un plato como pocos, que hace vibrar el cuerpo, que te hace sentir bien, que te abre al mundo. No he probado tanto como para poder juzgar si es, como lo declarara
The Guardian, el mejor cebiche del mundo, pero si puedo decir que jamás una comida me había producido esa sensación. Como una corriente de aire fresco expandiéndose entre el pecho y la cabeza; increíble, revitalizante, electrizante. Igual que cuando se lee un buen libro y entra en sintonía con él, o se escucha una música que nos emociona, o se contempla un cuadro en el que nos podríamos perder. Sólo que cocinar un plato que produzca ese efecto es muy poco frecuente. Se diría que la cocina es un arte mucho mas complejo. Tan practicado y sin embargo menos logrado. Wong en un plato simple y despojado le da sentido y significado a toda la cocina.
Lo de Javier Wong es una admirable elección de vida, fiel a una filosofía y una ética. Es una cocina rápida apoyada en años de experiencia, siglos en realidad. Se concentra en la calidad de la materia prima que compone sus contados platos, en el respeto por el animal que ha muerto para alimentarnos y en la difícil simplicidad de resaltar los sabores de cada ingrediente. y mantener la magia, brindando a la vez un espectáculo que atraiga comensales es un don que pocos han recibido y saben conservar.
El día que visitamos lo de Wong, no nos tocó ver nada de esa personalidad desbordante que tantos describen. Ni bromas, ni preguntas, ni charlas. Vimos pura y simplemente al chef, dueño de su cocina como ningún otro, maestro con sus cuchillos frente al lenguado, dominando la llamarada de fuego de un potente quemador a gas.
Mientras lo veíamos concentrado en su trabajo daban ganas de preguntarle, ¿cómo es que no se cansa de repetir el ritual? ¿Cómo se decidió a cocinar para desconocidos...? No solo abrirles las puertas de su casa, sino preparar comida para ellos. ¿Elección, destino, obligación? Quizás una conjunción de todo, y sin dudas mucha pasión. ¿Y cómo se mantiene firme en esa postura?
Nosotros entre tantos desconocidos, por esas cosas del destino, llegamos allí con timidez. ¡Si hasta casi nos daba vergüenza sacar fotos! Eso sí, la timidez no nos impidió comernos todos los platos que ofrecían ese día... Una exageración, pero hay que exagerar en los momentos correctos. :-) Dos platos fríos y dos calientes.
Tardó un rato en caernos la ficha de lo que habíamos visto, de cuan especial había sido ese momento, más allá de lo rico que comimos. Hoy, repasando los pasos que nos llevaron allí, la reserva telefónica, el paseo previo por la plaza de amable sombra, el barrio, la calle, la tapia, la puerta, el timbre... Volveríamos para repetir una experiencia irrepetible.
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